Ansias de salir y de llegar allá

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Aquel día llegó preguntando por el Padre Olegario un señor que tenía todo el aspecto de un trabajador. El Padre Olegario había perdido todo, comenzando con su mente, aunque yo creo que algo queda de conciencia, de conocimiento. Entonces traté de orientar al visitante: “Es aquél, quieto y sentadito en su silla de ruedas”.
Y me dijo: “Nomás venía a traerle este escrito”, a lo que yo repuse: “Ah, no, mejor tú léeselo ahí donde está”. Dócil el hombre, se hincó frente a él en el suelo y empezó a leérselo: “Señor Cura Olegario, vengo aquí, uno de sus fieles más sencillos, a darle las gracias por habernos construido nuestra parroquia con tanto esfuerzo y sencillez. Y También nosotros, que somos pobres, a darle las gracias porque nos bautizó, nos confirmó y nos casó; nos enseñó a amar al Santísimo Sacramento; a no tener en mucho nuestra pobreza ni a odiar al que no tiene. Porque usted tenía un cuartucho en el cubo de la iglesia y nunca se quejó de su pobreza ni la exaltó. Comía con Domingo, el de la cenaduría, al que le dejó su carro y lo asistió a las últimas. Cuando usted se nos perdía, lo teníamos que traer aquí al Trinitario porque todos nos preocupábamos”…
Fueron como dos hojas que le leyó aquel hombre hincado y con mucha claridad, en las que le decía “gracias por habernos hecho hombres de trabajo y honradez”. Ya no supe más, pero sí vi a Ole que se quedó contento en su silla.
Y es que no hubo más remedio que traerlo a un lugar más seguro, pues sus escapadas y extraviadas eran cada vez más frecuentes. Aquí, al Albergue Trinitario Sacerdotal, llegó buscando La Escalerilla, y yo le dije: “Aquí no hay más escalerilla que una de cemento que lleva al primer piso”. Pero no. Es que Olegario había nacido en un rancho que se llamaba así, La Escalerilla.

-“¿No se metió mi papá Abel contigo? ¿No?, pos entonces llévame a la puerta; allá dejamos los sombreros” –
-“No, Ole -le dije-, aquí vas a quedarte. Alguien te va a acomodar en tu cuarto y ya te vas a quedar aquí”.-

Ya estaba anocheciendo. Lo acomodaron en su cuarto, pero no se estuvo en paz, inquieto, buscando las salidas.
Venía él de varios destinos duros. Al primero que lo mandaron fue con un señor Cura al que le apodaban “La pantera de la Barranca”, y no le duraban mucho los Padres Vicarios. Ole fue sencillo y humilde; le siguió la corriente, pero ni por eso dejó de subirlo cada mes al kiosco para pagarle su sueldo y exhibirlo para que la gente lo viera. Le daba sus ochenta pesotes con puros de a peso, de modo que se hacía un altero grande de billetes.
Todas sus mañas las ejercitó en Ole, pero Ole siguió macizo. Era tan duro el señor Cura, que un día, en Visita Pastoral, se le ocurrió servirle al señor Arzobispo frijoles con panela y tortillas calientes, “que al cabo él estaba acostumbrado a puros banquetes”. Pero, al siguiente pueblo que visitó, le preguntó al señor Cura si no tenía qué darle más que frijoles y tortillas. El señor Cura le respondió: “No, aquí hay algo más que eso”.

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Después de la Misa y de la comida, el Arzobispo habló con el Padre Olegario: “Te tengo un buen lugar para que estés mejor que aquí”. Querido por todo el pueblo, Olegario echó sus pocas cosas en la camioneta de un amigo, con dos lugares en la caseta, impuesto como estaba, solo, íngrimo con su caballo y con su perro muy simpático, al que le puso “El sereno”. Acomodó a su hermana en la caseta, como muchas de nuestras hermanas que nos acompañaron en nuestros ministerios. Y desde allí les dijo a todos los que lo despedían: “En lágrimas de mujer y en cojeras de perro no hay que creer”.
Llegó a un pueblo más parejo y con gente más piadosa. Allá lo recibieron con arcos de flores: “Bienvenido el que viene en el Nombre del Señor”, y un desfile de “angelitos” tirando pétalos de flores de girasoles, mujeres reverentes y los hombres con el sombrero quitado. Empezó ese nuevo camino sacerdotal con gran fe y ganas de transmitirla; con entrega total; con su contagiosa risa sencilla.
Ahí el señor Cura se miraba piadoso y, además, fuerte. Conocía bien sus ranchos, por lo que le advirtió desde el principio:
“Hay un rancho grande, tirando a pueblo, en el que hubo unos desórdenes. Unos hermanos mataron a un hermano y lo enterraron en la cal para que nadie se diera cuenta; pero todo eso enfureció al pueblo”.
El Padre Ole le comentó: “No se preocupe, señor Cura. Tengo una idea para ese rancho, a ver si resulta. No es gente mala, nomás que como que tiene un pasado muy infeliz”.
“Eso parece ser, repuso el señor Cura. La gente tenía en su mente que al que mataba a un hermano se lo tragaba la tierra. Y ahí decían que por herencias, pero al final se descubrió que había faldas de por medio”.
Añadió Ole: “Tengo un pequeño plan. Si me deja, lo pongo en práctica”.
“Llegué un día a Misa, los junté a todos y les anuncié: ‘Mañana, sin falta, los quiero a todos aquí y les voy a dar un sermón, pero sólo los que estén en Gracia de Dios lo van a oír y a entender’. Al otro día, a las 12, se me llenó el templo; me subí al púlpito, empecé a gesticular y a hacer ademanes, pero sin pronunciar nada. Todos nomás se miraban unos a otros, como preguntándose: ‘¿Y este Padre qué trae?’ Y ya cuando terminé, nomás me veían mover los brazos y los labios.
“Una viejita, que se quedó dormida debajo del púlpito, se despertó cuando les dije: ‘¡Ya pueden irse!’ Y aquella anciana, más que decir, me gritó: ‘¡Santo Padre, pico de oro, Dios lo bendiga por su gran sermón!’ Y la compañera que estaba junto a ella se deshacía en halagos. Y ya cuando aquellas mujeres llegaron a la puerta del atrio les habían desgarrado el vestido y el mantón. Todo lo que había eran pedacitos de sus mantos y de la fimbria de sus naguas. Y les vociferaban: ‘¡Benditas, benditas; santas, santas; ustedes fueron las únicas que escucharon y entendieron el sermón!’ Y casi todos fueron a confesarse. Yo no sé si cumplí con mi misión”.
El señor Cura me felicitó y me confió que ya estaban mejor las cosas en ese rancho de “Aguas primeras”, porque era el primero en el que les llovía. Ya no hay tanta muerte ahí. “Cuantas veces pude, volví y la gente me agarró amistad”, al grado de que a Olegario le pusieron “Don Olegario Ponce de León y Gutiérrez Hermosillo, Conde de La Escalerilla y Padre de las Aguas primeras”.
De ahí lo mandaron a un pueblo de la Barranca, donde decía el Padre Alfredo Plascencia, Poeta, que “estaba tan encajonada la noche, que podían contarse las estrellas”. La gente piensa que a esos lugares y esas  iglesias vienen los ángeles y las restauran, y no es uno quien tiene que arreglarlas y estarlas sosteniendo.
Allá, en esas soledades, se aprenden muchos trucos. Olegario aprendió muchas suertes con barajas para entretener a la gente, a los muchachos, a la palomilla o la raza, aunque no muy seguido. Ole tenía buena plática y buenas anécdotas. Durante su estancia, el pueblo, que tenía setecientas gentes, se llenó de nuevo. Subió el consumo de alcohol y el negocio de las muchachas.
Fue cuando Olegario les dijo: “En el río hay un árbol de tamarindo. Yo les pido que las mujeres se bañen del tamarindo para abajo, y los hombres, del tamarindo para arriba”.
Por otra parte, había que ponerle techo a una iglesita de entre los Siglos xvi y xvii. Los gastos eran muy grandes; pero, como pudo, la techó y la dejó muy bien.
Posteriormente lo destinaron a Las Liebres, acá por el Aeropuerto, y de ahí lo mandaron a la orilla del Sector Libertad, cerca del Panteón Nuevo, donde levantó la Parroquia del Señor del Perdón. Apenas la había terminado, y empezó poco a poco a deteriorarse de la cabeza, a perderse y a preocupar a la gente.
Entonces lo trajeron al Trinitario. ¡Cuánta puerta, y ninguna era la de la salida! Todavía hablaba y se movía, aunque pausado. Buscaba y buscaba la salida. Un buen domingo, después de la Misa de 12, se las ingenió para confundirse con los fieles de la Colonia en su salida. Se notó su ausencia en la comida y comenzó la búsqueda. Telefonazos aquí y allá, incluso a Locatel. El Obispo Trinidad Sepúlveda decía: “¿Pues a dónde se habrá ido este muchacho? Ya nos tiene preocupados”.
Fue resultando Ole a las 2 o 3 de la madrugada, a repite y repite su nombre. Seguro los que se lo hallaron le preguntaron su nombre. Nos dio gran gusto cuando llegó. Hacía frío y no había comido.
Alguna vez me invitó a la Rotonda de los Hombres Ilustres porque se le hacía muy bonito ahí. Pero, ¿dónde comeríamos? “En las bancas o en el zacate”, para pronto me propuso; pero yo le reconvine: “No, hombre, ahí nos mean los perros”.
Otro día se le ocurrió “confesarnos” a todos los Padres del Trinitario, que estábamos desayunándonos en el comedor; pero de tal manera se enfadó, que agarró una taza con atole y, como si fuera un acetre, nos comenzó a aspergar a todos. Sin embargo, al dirigirse a la cocina se le bajaron los pantalones. Algunos se acomidieron pronto a vestirlo y a evitar que se cayera.
En una ocasión, ya para terminar la Santa Misa, celebrada en la capilla por el Obispo Francisco González, el Padre Ole se emocionó tanto, que se levantó de entre las bancas y trastabillando alcanzó a besar el Altar, demostrando su devoción a los Sacramentos. Entonces recapacité que, con todo su historial ejemplar, prácticamente todos los Sacerdotes internados aquí, han sido unos verdaderos “guerreros”.
Poco tiempo después, el recordado Ole murió tranquilo.

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