Hoy, como todos los años, los sacerdotes hemos celebrado juntos la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote. Como siempre, me voy a fijar en lo más anecdótico y superficial. He comido rodeado por salesianos. Los hijos de saint Salesianne du Turín me caen bien: son alegres y llenos de energía.
Enfrente mío, en otra mesa, había otro al que he saludado y le he dicho que cada semana hablo con su predecesor en la parroquia. Las tensas y complicadas relaciones entre un párroco y su sucesor que han nutrido la literatura de siglos pasados, afortunadamente siguen vigentes en el siglo XXI.
Don Juan Jesús ha vuelto a venir a la reunión con su fajín, esclavina y solideo. Ciertamente, se halla en las antípodas de la Teología de la Liberación y cualquier cosa que huela a modernismo.
Observo, por su ausencia, que dos curas jóvenes siguen de baja por hernia discal y rotura de coxis. El postre ha mejorado mucho respecto a la última vez. Fuera hacía mucho calor, un sol de junio. Pero de esto no tiene culpa la diócesis.
Hemos comprobado, otra vez, que a los pocos sacerdotes latinoamericanos que tenemos no les gusta el pescado. No se han quejado. Pero está claro que en ese continente una buena comida no se concibe sin carne. Un cura nos ha contado que llegaba tarde al dentista, otro que se quemó la espalda cuando estuvo jugando en la playa en Brasil en sus años mozos. El clima ha sido alegre y sano.
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