¡Nunca se aprende bastante de la humildad!

Nuestra Madre Iglesia dispone un pasaje del Evangelio, que contiene una oración de acción de gracias, en la cual Jesús revela la predilección del Padre por los pequeños, su relación filial única, la misión soberana que ha recibido, y termina con una invitación para aprender de Él, que es paciente y humilde (Mt 11, 25-30).

Acoger el Evangelio con la sencillez de los pequeños
Jesús exclamó: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien” (vv. 25-26). En los capítulos 11 y 12 Mateo describe diversas reacciones provocadas por Jesús: el desprecio de ciudades enteras (véase 11, 20-24); las exigencias de algunos teólogos y fariseos (véase 12, 38-42).
En este contexto de rechazo e incredulidad, “la gente sencilla” se refiere a aquella que fue capaz de acoger “las cosas” reveladas por el Padre, es decir, los “misterios del Reino” (compárese Mt 13, 11). “Los sabios y entendidos”, son los que conocen la Ley, pero no creyeron en Jesús. Para que la fuerza del Evangelio sea fecunda es necesario que la acojamos con la sencillez de los pequeños (compárese Mt 18, 3-4).

Un conocimiento mutuo
Jesús reveló la relación única con su Padre: “El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (v. 27). Jesús se sabe conocido por el Padre. Esto sobresale en dos momentos culminantes de su vida: el Bautismo (compárese 3, 17), y la Transfiguración (compárese 17, 5).
Jesús conoce al Padre y sus designios y, sabe que es el único que puede revelarle a través de sus gestos y palabras. Es un texto cristológico y cristocéntrico, por eso vemos que Jesús inmediatamente después se propone como modelo a seguir.
“Aprendan de mí”
Jesús, entonces, dijo: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo les daré alivio. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera” (vv. 28-30). La invitación de Jesús para hacerse discípulos evoca pasajes de la tradición sapiencial (compárense: Si 24, 19; 51, 26; 6, 28).
Jesús ofreció su yugo, o sea su enseñanza; y exhortó a aprender de Él, que se ha hecho pequeño entre los pequeños, afable y pobre, humilde y sencillo.
Frente al abrumador legalismo judío, Jesús propuso vivir en la alegría y la confianza de los Bienaventurados (compárese Mt 5, 1-12). Evocamos la confesión de Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia: “Ya no hallo nada en los libros. El Evangelio solo me basta. ¿Acaso no está todo encerrado, por ejemplo, en la palabra de Jesús: ‘Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón’? ¡Qué dulce no aprender ya nada sino de boca de Jesús!”.
En Confieso que he vivido, Pablo Neruda anota que nunca se aprende bastante de la humildad. Sin duda, más aún, en el abajamiento (la kénosis) del hombre venido de Dios, quien triunfador de la muerte, restablece al apóstol que lo negó, preguntándole si lo ama (véase Jn 21, 15). ¡Sublime humildad! Jesús, a quien confesamos: Señor nuestro y Dios nuestro (véase Jn 20, 28), comparte nuestra naturaleza humana por siempre y, al igual que todos nosotros, necesita saberse amado, ¿acaso no leemos en las Sagradas escritura que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (Hb 13, 8)? Ciertamente, nunca se aprende bastante de la humildad y menos, si fijamos nuestros ojos en Jesús, quien no se avergüenza de llamarnos hermanos (véase Hb 2, 11), quien inicia y lleva a la perfección la fe (véase Hb 12, 2).