Padre Lupito
Quizá afuera en los pueblos en que estuvo le decían el Padre Guadalupe; en otros, el Padre Lupe; aquí, por cariño le decíamos el Padre Lupito. Tal vez por su bondad le pusimos el Padre Lupito. Diario muy bien vestido, con traje y sombrero de buena clase. Por lo que yo sé, era de las riberas de Chapala, por San Juan Cosalá.
El final de su vida se lo pasó ocupado todos los días en su mente, y eso fue lo que lo hizo salir adelante. Llegaba yo a preguntarle cuál era el plan de cada día, y siempre me daba un plan diferente:
“Mira, ahora voy a mi pueblo, quieren darme una comida; de ahí me voy a Ocotlán y luego vengo a confesar en La Merced”.
La verdad, muy difícil llevar tantos asuntos a la vez, porque no se movía de su campo. Así también había un Padre que decía no sé cuántas cosas había qué hacer al mismo tiempo (quince, según me acuerdo), y yo me quedaba pensando o se lo decía: yo, a lo sumo, puedo hacer cuatro a la vez, o cuando mucho cinco. Así, me pongo a escribir (una); (dos), me fumo un cigarro; (tres), puedo tomarme un refresco y (cuatro), a lo más, contesto el teléfono. Pero quince, no. ¿Te imaginas?, Misa, enfermos, juntas, y sabe cuántas cosas más.
En la terapia que nos daban aquí en el Albergue Trinitario Sacerdotal era cuando más me platicaba. Yo, al principio, casi no podía moverme, pero Lupito me contaba que tenía que ir a una Misa en Tomatlán (probablemente uno de los pueblos en que anduvo), ubicado en las orillas de Jalisco, en aquellas tierras cercanas a El Tuito, donde había mucho jiricuento. Fácilmente se hacía un día de camino. “Y acabando allá, me vengo para confesar en la Catedral, y por la tarde tengo que ir a dar una conferencia en Ocotlán”.
Y le urgía al terapista que quería caminar y había que estar ágil. Lo curioso era que, después del ejercicio de piernas, brazos y torso, el terapeuta lo levantaba entero y le decía que lo ayudaba porque no estaba liviano. Y es que Lupito encogía inmediatamente sus piernas; como que tenía miedo de apoyarlas en el suelo a causa de sus viejas fracturas. Y el terapeuta pacientemente le pedía: “Apoye sus piernas en el piso; si no, ¿cómo va a caminar? Aunque sea a pasitos, no es necesario que corra”.
Y volvía a sentarlo en unas camas especiales de terapia. Y era su ejercicio. Y volvía de la silla a su mismo lugar; pero él en su mente seguía aquel itinerario imposible: de Guadalajara a Tomatlán; de Tomatlán a Guadalajara y luego a Ocotlán, donde seguramente también estuvo. Y así, cada día, un plan inalcanzable. Fue como llegó a su final.
Había fundado en Guadalajara una Caja Popular “San Pablo”, con muy buenos resultados. Incluso, en un aniversario lo llevaron para un homenaje a su fundador y como un impulso a la Caja. Asistieron muchos hombres de traje, a los que sin duda había entregado su dirección y orientación, y su foto salió en los periódicos. Seguro él traía esa trayectoria de actividades de pueblo en pueblo.
La charla que aquí se oyó fue para invitarlo a comer pescado blanco de Ajijic (pescado que ya no existe) y a San Juan, de donde era oriundo. Lo cierto es que acá lo regresaron en la tarde, pero ya con papeles firmados y sin ningún centavo en su bolsa. Y así murió aquí, callado como era; buen hombre e inteligente.
Es cierto que alguien lo dejó sin nada… Quizás fue lo mejor. ¡Quién sabe!
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