Ocurrió hace precisamente un siglo. La funesta invasión de esos insectos sobre la población y extensos sembradíos de Ixtlán del Río acabaron por completo con toda fuente de alimento.
José de Jesús Parada Tovar
No pocas personas, contrariadas hasta el pánico, no daban crédito al acontecimiento ni tenían referencia de algo similar anterior. Es más, con certeza atribuían el hecho a los inicios del fin del mundo, pues nunca se habían visto nubes de animalejos que taparan el sol y que arrasaran con todo vestigio de vegetación. ¿Qué más podía ser o significar eso?
Memorioso, con el deleite y parsimonia de sus entonces 99 años, mi tío Agustín Villanueva Orozco, nayarita (murió cabalmente lúcido en la Unión Americana a los 107 años), campesino de toda su vida productiva, tanto en su natal Ixtlán como en la vecina Delegación de Mexpan, e igualmente durante varios períodos de bracero en Estados Unidos, desgranó sin pausa sus recuerdos:
“Ya era a finales de agosto de 1917. Yo andaba cumpliendo nueve años. La milpa estaba queriendo jilotear; ya estaban chulas las labores cuando llegó esa plaga de langostas. No se supo ni de dónde venían. Nomás mirábamos que se oscurecía el sol por el animalero aquel en el aire y en el suelo. Y las gentes nomás le hacían así, sacudiéndose los animales que se estampaban en la cara con sus patotas y las dejaban casi ciegas.
“Luego llegó el temporal de vuelta de año y empezó la tierra a echar chapulincitos chiquitos. ¡Se vino un hervidero de chapulines y eso fue más pior! Siquiera aquellos andaban volando, pero estos chapulines prietos no se quitaban; dejaban aforrados los lienzos de piedra, los palos, el suelo. Se comían las milpas, luego se iban al agua, que quedaba enyerbada, de modo que el ganado que se la bebía se moría.
“Por cientos, se murieron animales del ganado; el agua quedaba amarilla por los chapulines que le caiban. Se dañó hasta el río, del que tomábamos agua zarca y limpia. Por eso usábamos nomás la del pozo de la casa, con el cuidado de tapar rápido el brocal porque el animalero se metía hasta la cocina, y se miraba brincando donde quiera y en la calle.
“Fueron como dos años de una necesidad terrible en Ixtlán y sus alrededores; no probábamos tortilla porque no la había. Si acaso, una sola tortilla, pura, para todo el día, aparte con un puñito de morisqueta de arroz con tantita sal. Nada de decir un traguito de lechi; ¡pos cuál, si se había diezmado tanto el ganado! Era una cosa de lástima.
“Se miraba y se oyía un lloradero de muchachos dentro de las casas. ¿Luego, por qué lloran? Pues de hambre, ¿de qué ha de ser? Duramos como unos tres años tomando hojas de limón, de naranjo agrio, té de limón, o café, la gente que podía”…
Los remedios y asideros
Según el ingenio o grado de desesperación de los ixtlenses, acordaban fórmulas para defenderse de las langostas por tan largo tiempo, bien fuera cubriendo de a muchas con mantas y trapos hasta ahogarlas, o golpeándolas con varas, palos y otros objetos contundentes, para después quemarlas, por centenares, en tambos y diversos recipientes, y luego enterrarlas.
Atribulado y siempre piadoso, el pueblo no cesaba de implorar clemencia a Dios. El Párroco de Santo Santiago Apóstol ofrecía Misas, Rosarios, Rogativas para que amainara aquel suplicio.
Lo curioso y admirable de la gente de entonces es el tono y nitidez de su conversación: con una serena justificación de los tiempos y las circunstancias; sin resentimientos ni achacando culpas por los desastres naturales. Simplemente con la llaneza y la fuerza que nos legó su fe, su buena sangre y madera, su espíritu solidario para afrontar y superar contingencias, hambre, enfermedades y pesadas carencias, propias del siglo.
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