De cien años para acá

Personajes del Trinitario

Chavita 1917

Pbro. Adalberto González González

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Decía un dicho de aquel tiempo: “Me admira que, siendo liebre, no sepas correr en el llano”. Y otro: “Me admira que, siendo hombre de rancho, no sepas andar a caballo”. Aunque había hombres de rancho que no tenían caballo, a veces ni burro. Pero no había entonces bicicletas. Y es que uno no puede imaginarse la Revolución en bicicleta, y menos La Cristera.
A los Padres, sobre todo los de pueblo, el caballo era el que nos transportaba a los ranchos a decir Misa, o bien a lomo de mula, especialmente en las barrancas. Así que el Padre Chavita se movió a caballo por aquellos tiempos y rumbos.
Había Padres muy amantes de los caballos, como aquel Padre, que a la salida de la Misa, en vez de decirle a la gente: “Ite, Missa est”, abriendo sus brazos gritaba con fuerza: “¡Ábranse, que se vinieron!” Decían que era muy aficionado a las carreras, de modo que un día se fue a Kentucky y se trajo un caballo de no muy buena alzada y medio peludo. Y lo jugó por primera vez diciéndole al jokey: “Llévatelo frenando; déjalo que el otro le gane”. Y así fue como perdió “El burro”. Así le pusieron, por fierón y peludo.
Entonces le dijo el enemigo al Padre: “Ahora va de a millón”. Y el Padre le contestó: “¡Cómo no!, nomás me das un mes para alinearlo, pues no está muy bien de comida”. Y la jugaron, y fue cuando el Padre empezó las grandes apuestas…
Pero íbamos o nos quedamos en que antes el Padre Chavita, para moverse, ensillaba una recua a fuerzas. Uno compraba su caballo o su mula. Como en muchos Curatos, el Padre Chavita debió ser hombre de a caballo. Claro, primero ser Cura, de modo que entre sus trabajos era medir plantas de iglesia, levantar muros y taparlos; ya las torres vendrían, pero no siempre, como decía mucha gente, que el chamuco no los dejaba terminar.
Ya siendo grande Chavita, al que de plano no le quedaba el diminutivo, por su cara maciza y su pelo todavía en parte negro, lo trajeron al médico un poco o un mucho rendido por el tiempo. Lo fueron metiendo al Albergue Trinitario, y le preguntaron qué era lo que pensaba, si quería quedarse:
“¡No, hombre, aquí son puros viejos y locos. Está deprimente. No me quedo!” Se le regresó a casa y se le atendió lo más caritativamente posible. Pero, con eso de que las salidas y perdidas a escondidas asustan mucho a los familiares, y aparte de que escaseó quién lo atendiera (como a muchos de los que estamos aquí), vino a parar otra vez acá, todavía con su mente viva, pero poco a poco se le fue agotando.
En adelante, su vida fue estar en una silla de ruedas. Algunas veces me le acerqué con la intención de platicar. Le preguntaba: “¿Cómo está?”, y me respondía: “Todavía acá”, o con algunas que me parecían incoherencias filosóficas… Después me arrepentí de no haberle grabado algo.
Un día estaba en ésas platicando cuando llegó un hermano de él y me refirió que cuando lo cambiaron de Tequila a San Cristóbal de la Barranca, un pueblo a las orillas de aguas olorosas, comenzaron su salida de Tequila amaneciendo para sacarle un poco al calor. Ya de noche, les apretó el hambre y llegaron a una casa por el camino. Y, después de los largos saludos de aquel tiempo: “¡Ave, María Purísima!”- “Sin pecado original concebida”, y así seguían, hasta que dijeron a lo que habían llegado:
“Oiga, buena señora, ¿no tendrá usted unos frijoles y tortillas?, porque venimos desde Tequila sin comer”.
“Pues me da mucha pena, pero ha de saber que sí tenía todo; nomás que como mi esposo anda coamiliando allá arriba, le di todo. Así es de que ahorita no tengo nada para el estómago, más que unas tunas”.
“Pues ésas son más que buenas, y lo que tenga se lo pagamos”.
“No, buenos hombres, pásenle a ver qué más hallamos”. Y hallaron unas tortillas duras, un pedazo de queso y un huevo de gallina. Ya con eso descansó un poco nuestro estómago. Luego, por ahí nos proporcionó un rinconcito en el portalito de la casa, para otro día levantarnos pronto y seguirle.
Aquel tiempo era muy inseguro por las revoluciones, La Cristera y demás; tiempo de matazones. Uno se encontraba seguido que un colgado con la boca abierta; que otro ajusticiado a la orilla del río. Y a otro día llegamos a San Cristóbal de la Barranca…
Luego empezó a ver visiones y a nombrar a Nicodemo, a San Juan, a San Lucas y otros nombres de personas que quizá fueron de sus confianzas. Y me decía: “No los dejes que se me acerquen en parvada”.
“No, Chavita, nomás cerramos la puerta. Y aunque sea de vidrio y los vea, ya no pasan”. Y me daba las gracias.
Fue muy poco lo que platiqué de su vida, que ha de haber sido un continuo trazar iglesias, levantar muros, tapar techos, levantar torres. Y, cuando se podía por los tiempos difíciles, también catequizar, decir Misa todos los días, confesar y guiar el Santo Rosario. Fueron hombres que sostuvieron la fe de su tiempo con lo que podían.

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