Por Fernando Pascual
Muchos conflictos llegan de modo pasivo: otros los comenzaron. Seguir o no seguir en la lucha, depende de nosotros.
Otros conflictos surgen desde nosotros mismos: un día encendimos la mecha. Surge la pregunta: ¿es posible evitar nuevos conflictos?
Hay situaciones ante las que experimentamos un fuerte deseo de intervenir. No podemos permanecer callados cuando un hermano envenena las relaciones familiares o cuando en el trabajo hay un calumniador que amarga a todos.
En otras situaciones, deseamos responder, pero nos damos cuenta de que necesitamos antes respirar despacio, evaluar qué conseguiríamos si empezásemos un conflicto, o qué pasaría si guardásemos un silencio paciente.
Alguien abre la ventana. Es un día más bien fresco. Puedo levantarme y cerrarla. Pero también puedo aguantar un poco si no hay otros implicados o el aire puede ser soportado estoicamente.
En el trabajo, un asunto importante queda pendiente por la negligencia de otros. Puedo alzar la voz y protestar. O puedo, en un gesto sencillo pero valioso, asumir la tarea y sacarla adelante.
No es fácil discernir en cada caso cuándo es conveniente responder, aunque se generen tensiones, y cuándo podemos aguantar, aunque eso nos cree un poco de malestar.
Lo que sí necesitamos tener presente es que algunos conflictos resuelven muy poco y generan más daños que beneficios. Y son esos conflictos los que vale la pena evitar.
En un mundo lleno de tensiones, fomentar la concordia siempre se agradece. No resulta fácil, sobre todo si sentimos que nuestros “derechos” quedan heridos. Pero una pequeña renuncia de algo propio para avanzar hacia una mayor armonía entre todos es, casi siempre, una buena inversión.
A la larga, nos daremos cuenta de que al evitar un conflicto fomentamos espacios de paz, en los que, esperamos, sea posible construir algún día un diálogo sereno. Así podremos afrontar diferentes puntos de vista y llegar a acuerdos que sean beneficiosos para la mayoría de las personas implicadas.
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