La humildad nos asemeja a Jesús, a los pequeños, a los sencillos que sin darse importancia pueden entrar con libertad en el banquete del Reino de Dios
«Y sucedió que al entrar él un sábado a comer en casa de uno de los principales fariseos ellos le estaban observando. Y proponía a los in vitados una parábola al notar cómo iba eligiendo los primeros puestos, diciéndoles: Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te sientes en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él, y al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: cede el sitio a éste; y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar. Al contrario, cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado. Decía también al que le había invitado: Cuando des una comida o cena, no llames a tus amigos, ni o tus hermanos, ni o tus parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la invitación y te sirva de recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos, y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de los justos.» (Lucas 14,1.7-14)
1. La idea que tenemos de los fariseos no es correcta. Cristo les reprocha muchas cosas, pero otros como Nicodemo y Pablo antes de la conversión no eran tan fanáticos, como Gamaliel, quien defendió a los apóstoles ante el Sanedrín. Hoy, uno de los fariseos invita a Jesús a comer en su casa. Jesús, te sirves de un ejemplo de la vida real para repetir una vez más la importancia de la humildad. Nos hablas de ser invitados, como a ti te convidaban según costumbre judía, los sábados, para dar doctrina. Somos invitados a la unión contigo, Señor, y ahí está nuestra grandeza: “Al aceptar el hecho de ser invitado, el hombre vuelve a encontrar la verdad plena sobre sí. Y descubre asimismo su puesto justo entre los demás hombres. En esto consiste el significado fundamental de la humildad de que habla Cristo en el Evangelio de hoy, cuando recomienda a los invitados a la boda que no ocupen el primer puesto, sino el último, en espera del puesto definitivo que les señalará el amo.
”En esta parábola está oculto un principio fundamental, o sea, que para descubrir que ser hombre significa ser invitado, es necesario dejarse guiar por la humildad. El juicio desatinado sobre sí mismo ofusca en el hombre lo que está inscrito profundamente en su humildad, es decir el misterio de la invitación que viene de Dios” (Juan Pablo II, 31.8.1980).
Jesús, nos das algunas enseñanzas: para los convidados, para el anfitrión de la comida, para nosotros… -"No ocupes los primeros puestos".-Porque todo el que se enaltece será humillado y el que su humilla será enaltecido. No es simplemente una táctica piadosa. Hacerse el humilde no es ser humillado. Es un principio de vida y de convivencia. Enaltecerse es pretender hacerse como el Altísimo, o sea, endiosarse, creerse autosuficiente, mirar por encima del hombro a los demás, pasar de los otros. Es lo que ocurre en el sistema social que hemos generado y mantenemos incluso con las leyes: una sociedad de clases, de niveles de desigualdad, de privilegiados y de afortunados, de ricos y pobres. Y es lo que ocurre también en el orden internacional que favorecemos y protegemos: pueblos desarrollados y ricos, pueblos en la miseria y diezmados por el hambre. En un orden así hay pueblos que se endiosan y confabulan, y hay gentes que se endiosan y menosprecian a los demás, sólo porque tienen más dinero o más poder y se creen que no necesitan a nadie.
-"No invites a tus amigos".-Esa es nuestra costumbre y nuestra ética. Compartimos nuestros éxitos y beneficios con los familiares, con los amigos, con los de la misma clase o posición social, pero excluimos y a veces incluso nos avergonzamos de los parientes y amigos pobres. Pero Jesús va más lejos. No se trata sólo de nuestros banquetes y nuestras fiestas, se trata del banquete de la vida, del banquete del desarrollo, del banquete del bienestar. Sólo hay sitio para los privilegiados, sólo hay migajas, cuando las hay, para los pobres, pensionistas, parados, o sea, las clases pasivas, las discriminadas. Hemos inventado un sistema en el que aquel que más tiene más recibe, y apenas queda nada para los que nada tienen. Se suben hasta un cien por cien los sueldos altísimos, pero se escatima una subida miserable para los que tienen sueldos miserables. La proporcionalidad del sistema hace de nuestra justicia la mayor de las injusticias.
-"En tus asuntos procede con humildad".-La palabra de Dios nos enfrenta hoy con estas lacras, con estas injusticias, que ni vemos ni queremos ver porque estamos imbuidos de ellas y han llegado a parecernos "lo normal". Vemos y vivimos en medio de la desigualdad más inhumana y ni siquiera nos sonrojamos. Defendemos nuestro nivel y tren de vida frente a los que mendigan y se hacinan en viviendas bochornosas. Y estamos tan ufanos en el convencimiento -presunción, arrogancia, soberbia- de que nos merecemos lo que tenemos y disfrutamos, de que nos lo hemos ganado a pulso, de que somos más que los demás, cuando sólo tenemos más dinero o más poder, pero menos vergüenza. Los que tienen poder, por eso de que representan al pueblo viven mejor que el pueblo y a su costa, cuando debería ser al revés. Y los que tienen dinero siempre piensan que el dinero lo producen ellos, sin tener en cuenta a los verdaderos productores, a los que trabajan a sueldo. No hay humildad para ver la verdad: que todos somos necesarios, que todos dependemos de todos, que nadie puede ser rico ni poderoso sin la colaboración de los demás. ¿De dónde, pues, esas desigualdades inhumanas?
-"Dios revela su secreto a los humildes".-El engreimiento y la soberbia endurecen el corazón de los ricos y poderosos. Los que se encaraman al poder empiezan a ver las cosas de otra manera (desde el poder, desde su posición, desde el egoísmo) y pierden la capacidad crítica y la sensibilidad social. Y los que abundan en riquezas, lo mismo, ni ven a Dios, que es la verdad. El evangelio es muy duro frente a los ricos y poderosos, porque quiere ser un revulsivo que los saque de su obcecación y los libere de su injusto proceder, para que puedan ver la luz y proceder con humildad, o sea, con justicia. Pero es estimulante para el pobre, porque sólo los pobres pueden ver la verdad de Dios. Por eso Dios, que no puede ser parcial, está en favor de los pobres. Por eso Jesús hizo causa común con los pobres y plantó cara a los ricos y poderosos de su tiempo, que acabaron por darle muerte. Pero la causa de Jesús está en pie. Y nosotros, si somos cristianos, estamos enrolados en la causa de Jesús.
Sólo el que baja del pedestal -del poder y de la riqueza- y va al encuentro del hermano, del igual que él, aunque tenga distinta función, puede descubrir el rostro de Dios. Porque Dios se ha hecho hombre, pobre, perseguido, marginado, despreciado, lo último de la insensata escala social que hemos erigido soberbiamente como una torre de Babel contra Dios, es decir, contra los hombres, contra la humanidad (“Eucaristía 1989”).
-«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos, porque corresponderán invitándote y quedarás pagado... Cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos». Se nos invita a actuar desde una actitud de gratuidad y de comunión con el pobre, opuesta totalmente a la lógica de quien busca acumular, aprovecharse y excluir a los demás de la propia riqueza. Se nos llama a compartir nuestros bienes gratis, sin seguir la lógica de quien busca siempre cobrar las deudas, aun a costa de humillar a ese pobre «que siempre está en deuda frente al sistema que lo exprime» (H. Echegaray).
Jesús, me pides que cuando me esfuerce por hacer algo o por dar algo, no lo haga buscando el beneficio personal, la recompensa en la tierra, sino que lo haga por amor a Ti y a los demás. Ya se nos da Dios mismo cuando nos damos, es la mejor recompensa, y también así nos hacemos mejores: «deberías estar agradecido, contento y feliz por el honor que se te ha concedido, al no ser tú quien ha de importunar a la puerta de los demás, sino los demás quienes acudan a la tuya. Y en cambio te retraes y te haces casi el inaccesible, rehúyes el encuentro con los demás, para no verte obligado o soltar una pequeña dádiva. Sólo sabes decir: ‘No tengo nada que dar, soy pobre’. En verdad eres pobre y privado de todo bien; pobre en amor, pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna» (San Basilio Magno).
Por la humildad, entramos en un camino hacia la comunión con «el último», y así a la unidad con el Ultimo que es verdaderamente el Primero y el Salvador. El, que en la eucaristía nos invita a su mesa, nos quiere inducir a vivir cada vez más eucarísticamente, a encontrarle a partir de ahí en las calles del vivir diario y así a estar en camino hacia su eterno banquete, donde los últimos serán para él siempre los primeros (Joseph Ratzinger).
José María Pemán describía de esta manera su programa de vida: “Ni voy de la gloria en pos, / ni torpe ambición me afana, / y al nacer cada mañana / tan sólo le pido a Dios / casa limpia en que albergar, / pan tierno para comer, / un libro para leer / y un Cristo para rezar.
”He resuelto no correr / tras un bien que no me calma; / llevo un tesoro en el alma / que no lo quiero perder”.
Jesucristo es nuestro modelo: «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45). El servicio de Jesús llega a su plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don total de sí mismo, en la humildad y el amor: «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz...» (Flp 2, 7-8). También para el cristiano, "servir es reinar".
2. «Los humildes glorifican al Dios vivo». Esto lo sabe ya el antiguo sabio de la primera lectura. Dios es honrado solamente por aquellos que no se dan importancia; porque tampoco Dios se da importancia: simplemente es el que es, el Señor, el Poderoso. Es Él quien distribuye todas las cosas buenas, todos los dones, y el hombre no debe comportarse ante El como el «magnánimo» que reparte sus dones. El hombre humilde puede haber recibido muchos bienes, puede incluso ser considerado como una persona importante por los demás hombres; pero él sabe que todo lo que tiene se lo debe al único que de verdad es «Magnánimo». Es todo oídos para la sabiduría de Dios, pues goza con ella y se olvida de sí mismo.
“Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría”, dirá el salmo, que anima: “Cantad a Dios, tocad en su honor, alegraos en su presencia”. Es un Dios salvador, lleno de dones: “Padre de huérfanos, protector de viudas Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece. Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada; y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres”.
3. “Os habéis acercado a la «ciudad del Dios vivo»”, donde habitan innumerables ángeles, primogénitos, justos, por encima de los cuales se eleva Dios, el «juez de todos», y «Jesús, el mediador de la Nueva Alianza». Se alegra de pertenecer a esta ciudad y comprende que es una gracia de Dios poder estar en tan grata compañía, poder vivir en una sociedad congregada en torno a Dios. No se pregunta si es digno o indigno de pertenecer a ella, al igual que un niño tampoco se pregunta si es digno o no de participar en un banquete de adultos; simplemente goza con las cosas buenas que se le ofrecen y con la compañía de que disfruta. Es en esto un modelo para nosotros, hijos de Dios, a los que les ha tocado en suerte algo tan hermoso. Naturalmente, sin haberlo «merecido»: pues ¿en virtud de qué hubiéramos podido «merecerlo»? Pero nos encontramos muy bien en semejante compañía y no tenemos necesidad de sentirnos «forasteros» en ella.
Llucià Pou Sabaté
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