Sociedad Líquida
Fabián Acosta Rico
La tecnología no es buena ni mala; o como diría el filósofo Ortega y Gasset: el ser de una cosa lo termina su uso o praxis; de tal suerte que una bomba atómica, un arma de destrucción masiva, utilizada para disuadir o intimidar a un enemigo termina siendo un instrumento de paz. Tal afirmación suena por demás falsa. Una pistola o un misil que potencialmente tienen la capacidad de matar poseen, objetivamente, un rango peligrosidad de facto e incluso accidental independiente de la rectitud ética o moral de sus depositarios o portadores. Casi ningún rudimento tecnológico es inocuo o neutro… todos, en mayor o menor medida, nos afectan de alguna manera biológica o mentalmente.
Poniendo este drama al día; hoy nos previenen las educadoras y los pedagogos acerca de lo inconveniente que resulta soltarle a un niño una table o un smartphone; tomados por muchos papas como un remedio eficaz para la hiperactividad de sus hijos.
El autor Nicholas Carr, en su obra, de cuyo título me valí para rotular mi artículo, nos lanza una voz de alarma, una advertencia casi de sentido común (el menos común de los sentidos dicen los filósofos): Internet reprograma o reestructura nuestras capacidades cognitivas y emocionales, a nivel neuronal, causándonos un estado constante de ansiedad o de necesidad de recibir y comunicar información de forma descontrolada o inclusa patológica. En China, los primeros casos de psicopatologías generadas por una sobre exposición a la Web ya merecieron la atención de los servicios de salud pública.
Muchas décadas atrás, Alexis Carriel en su obra La incógnita del hombre subrayaba lo nocivo que podría resultar para nuestros organismos el consumo indiscriminado de alimentos procesos en cantidades que rebasan nuestras necesidades energéticas; incluso prevenía sobre el vigorismo y todo tipo de ejercitamiento en condiciones de sobre-regulación y confort (como de hámster enjaulado: con dispensador de agua y rueda sinfín); hoy sufrimos de bulimia de información y de hiperactividad virtual; es decir, vamos de mal en peor.
Como en su momento el biólogo Carriel, Carr previene sobre los riesgos de esta sobre-exposición tecnológica; poniendo la tónica en la creciente dependencia a la redes sociales; éstas y el Internet en general están afectado, por no decir atrofiando, nuestras capacidad de entendimiento, lectura, profundización, raciocinio y de atención. Facebook, YouTube, Twitter, Instagram… acentúan nuestra primitiva tendencia a la dispersión; entiéndase en una selva con depredadores al acecho o con fuentes de alimentos ocultas, debía el hombre salvaje que activar al cien sus sentidos para estar atento a los más mínimos ruidos, aromas, cambios de temperatura… no había tiempo para filosofar.
Haciendo una revalorada apología de los libros; Carr sostiene, basándose en datos históricos y estudios neurológicos, que la letra impresa moldeó nuestros cerebros e incluso nuestra mente; nos disciplino para seguir una habito contra-natura: la de quedar absortos, concentrados, en una idea expresada en versos u oraciones; en estrofas o párrafos. Hoy tenemos textos electrónicos llenos de hipervínculos que distraen y muchas veces fatigan al cerebro; con un Google que vomita miles de páginas o sitios de consulta.
En esta vorágine de información, la lectura se vuelve cada vez más superficial; el usuario de Internet revisa sólo encabezados, descarga o acciona videos y demás recursos multimedia que más que complementar su lectura, la distraen.
Dado que ya es demasiado tarde para evadirnos de Internet y hacerle al Robinson Crusoe informático solo nos queda aplicar la máxima de Solón: “Nada con exceso, todo con medida”.
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