El sentimiento y la razón, por Santiago García Aracil, arzobispo de Mérida-Badajoz


El sentimiento y la razón, por Santiago García Aracil, arzobispo de Mérida-Badajoz


La fuerte unidad de las distintas dimensiones de la persona que integran la naturaleza humana lleva, en muchas ocasiones, a provocar graves confusiones. De ellas derivan, a veces, incoherencias que dan lugar a errores de gran trascendencia.


Me refiero a la posible confusión entre el sentimiento y la razón. Ambos pueden ser vehículo importante para el conocimiento y la relación con el mundo que nos rodea: personas, cosas, acontecimientos, doctrinas, etc.


El sentimiento nos lleva a una sintonía o a una discrepancia casi instintiva respecto de lo que oímos, vemos o vivimos, según la repercusión agradable o desagradable que ello provoca en la persona. El sentimiento se mueve más en el campo de la afectividad, del agrado o desagrado, de la complacencia o del rechazo.


Si el sentimiento nos acerca a alguien o a algo porque se le descubre o se le percibe con simpatía, ciertamente potencia en nosotros la atención hacia esa persona, hacia esa institución, hacia esa realidad sean cuales fueren sus notas o características. Por ello, cuando el sentimiento es positivo ayuda notablemente a poner interés y constancia en profundizar por la vía del conocimiento racional. De ese modo se llega a un conocimiento más pleno, más completo. El sentimiento, la simpatía, la complacencia ayudan a la virtud de la constancia que vence a la superficialidad, a la simple intuición o al impacto que pueden producirse en nuestras relaciones con la realidad.


La razón, en cambio, lejos de quedarse en la valoración simplemente afectiva de la realidad, nos lleva o puede llevarnos a conocerla de modo coherente. A través del razonamiento sereno, partiendo del dato que nos llega, la reflexión o el discurso razonado nos permiten emitir sobre la realidad un juicio o unos interrogantes más consistentes. Su fundamento ya no es la mera impresión, ni el impacto fugaz que la realidad, las ideas o los discursos, los fenómenos o las personas, puedan producir en nosotros en un momento determinado. La razón nos lleva al convencimiento o al rechazo lógico de lo que se nos ofrece o se nos presenta en un momento determinado.


Cuando la razón y el sentimiento, cuando la inteligencia y el afecto, cuando la mente y el corazón caminan juntos en el acercamiento a la realidad, pueden llevarnos a un conocimiento profundo, cuya consecuencia será, en principio, la aceptación o el rechazo con una fuerza y consistencia que implica muy en serio nuestra vida.


No siempre se distingue claramente entre el sentimiento y la razón. Por ello se oye decir muchas veces que algo o alguien no convence. En cambio, con un somero análisis del proceso que lleva a ese juicio, se descubre que sencillamente no gusta. La inteligencia no ha jugado la parte principal en el discurso. Juicios de este corte bloquean el diálogo, porque predisponen, de forma casi plenamente condicionante y no permiten seguir un proceso lógico en la valoración e intercambio propio del diálogo.


En un diálogo regido por el sentimiento es muy difícil llegar al entendimiento entre personas o grupos sociales. En cambio, da la impresión de que esta forma de proceder en el discurso o en el diálogo constituye la falsilla de abundantes manifestaciones y actuaciones de personas y de colectivos. Este error es comprensible porque el sentimiento, el corazón, el impacto de agrado o desagrado pueden ser muy fuertes y condicionar definitivamente el pensamiento y hasta la misma vida.


Pero aunque aceptemos el ejercicio de la razón como camino para conducir nuestras relaciones personales, nuestro diálogo y nuestro comportamiento con la realidad, no por ello tenemos garantizada sin más una conclusión acertada. El problema queda planteado todavía con una exigencia no siempre fácilmente superable. En el origen de nuestro discurso está, lo percibamos o no, el concepto que se tenga de la persona, de la libertad, del progreso, de la vida, del respeto, etc.


Si aplicamos esto a la polémica en torno al aborto, por ejemplo, veremos la necesidad de aclararnos acerca de la existencia o inexistencia de la persona desde el momento de la concepción. Si hay persona el aborto siempre es un crimen, guste o no.


Si lo aplicamos a la búsqueda de libertad, veremos que está en juego el mismo concepto de lo que significa la libertad. De ahí se deducirá el objetivo y el camino que debemos plantearnos y emprender o seguir.


Con lo dicho llegamos a descubrir que no resulta fácil un diálogo eficaz en orden al establecimiento de la ética y de las leyes que deben regir la conducta personal o colectiva en la sociedad. Hay diversos conceptos, como las mismas cosas, que establecen puntos de partida muy distintos.


Este descubrimiento no ha de interrumpir, a pesar de todo, los esfuerzos por una reflexión compartida y por un diálogo paciente. No debemos ser pretenciosos exigiendo o exigiéndonos unas convergencias o acuerdos demasiado rápidos. La constancia y el respeto mutuo, así como la sincera revisión de nuestros principios, actitudes y razonamientos a la hora de pensar y de dialogar, deben constituir una ocupación permanente. Ya lo decía el poeta: “tu verdad no; la verdad. Dame tu mano y ven conmigo a buscarla”.


Es necesario concluir estas líneas con algo positivo para no quedar anclados en la indefinición. Y esa conclusión, en un cristiano, nos lleva a acercarnos a Quien es la Verdad, y a buscar día a día la forma de avanzar en su conocimiento, Él ha de ser la base de la distinción entre el puro sentimiento y el correcto uso de la razón a la vez que la referencia para acertar en el punto de partida de nuestro discurso.


Al mismo tiempo, sobre todo al dialogar con otros, debemos caer en la cuenta de que las discrepancias personales no siempre son fruto de intereses personales inconfesados que pueden condicionar la razón. Pueden ser fruto de la ignorancia o de la lejanía de las bases ciertas desde las cuales poner en juego la razón y encauzar el sentimiento.


Esta reflexión ha de llevar a los cristianos a tomar muy en serio el deber apostólico para presentar a los demás, lo más limpia y respetuosamente posible, la imagen, el rostro, el mensaje de Jesucristo. Desde Él es posible el mutuo entendimiento en el diálogo dentro de la pluralidad y del respeto mutuo. Con estos ingredientes ya son posibles la esperanza y la paz en la colaboración desde lo fundamental, y la aceptación de las legítimas diferencias, pasando por encima de los gustos o de los sentimientos que puedan condicionar a cada uno.


+ Santiago García Aracil


Arzobispo de Mérida-Badajoz


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