Jesús nos pide ser fuertes en la fe, de modo que vivamos su misma vida, la de aquellos que le han seguido con fidelidad
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que be venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lucas 12,49-53).
1. Jesús, quieres manifestarnos algo de la inmensidad que llevas dentro de ti, cuando nos dices: “fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?” El fuego significa la acción de Dios, como anuncia a Jesús su primo Juan en el Jordán: "Él os bautizará en el Espíritu Santo y fuego" (Mt 3,11). Está profetizado con signos antiguos, como la columna de fuego que guiaba a su pueblo a través del desierto (cfr Ex 13,21-22), la palabra de fuego por la que la montaña (del Sinaí) ardía en llamas hasta el mismo cielo (Det 4,11), la luz en el fuego (Is 10,17), el fuego de ardiente gloria en el amor de Israel (cfr Det 4,24). Todo nos habla de ese “fuego” de Jesús. También luego, el Apocalipsis dirá que sus ojos son como llamas de fuego (Ap 1,14). Y el Espíritu Santo será enviado en el fuego (cfr Hch 2,3).
Para entender bien ese “fuego”, hemos de tener en cuenta lo que nos sigue diciendo Jesús: “Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué ansias tengo hasta que se cumpla!” Es el misterio pascual, cuando Cristo en el sacrificio de la cruz recibe el bautismo con el que Él mismo debía ser bautizado (cfr Mc 10,38) y en el misterio de Pentecostés, cuando Cristo resucitado y glorificado comunica su Espíritu a los Apóstoles y a la Iglesia.
Es el fuego del amor de Dios encarnado, y por el bautismo de fuego recibido en su sacrificio, según San Pablo, Cristo en su resurrección se convierte, como "último Adán", en espíritu que da vida (1 Cor 15,45). Por esto, Cristo resucitado anuncia a los Apóstoles: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días" (Hch 1,5). Por obra del último Adán, Cristo, será dado a los Apóstoles y a la Iglesia "el Espíritu que da vida" (Jn 6,63; Juan Pablo II, audiencia 6.9.1989).
También nosotros somos portadores del fuego divino, de la misión de corredimir con Cristo. “Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: «me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación.» ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y lo ancho del mundo, esa batalla pacifica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta padecer a Cristo” (J. Escrivá, Es Cristo que pasa 120). Nos impulsa ese fuego divino del Espíritu Santo a responder con un “aquí estoy, Señor, porque me has llamado: quiero serte fiel en las inspiraciones que pones en mi corazón”.
Jesús, el fuego que has venido a traer a la tierra, es el fuego del amor de Dios, que abrasa todo egoísmo y purifica todo deseo orgulloso o impuro. Es el fuego del Espíritu Santo que se posa sobre los apóstoles y que les impulsa a salir al mundo para encender esa llama y esa luz en otros corazones. Es el fuego del apostolado que se robustece en la oración.
¿Cómo cuido mis ratos de oración personal contigo? ¿Me sirven para encenderme por dentro, para llenarme de amor a Ti y de afán apostólico? (P. Cardona).
“¿Pensáis que be venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”. La espada es la fe, espada espiritual más fuerte que la naturaleza carnal que une, dice S. Agustín: “la parte del pueblo judío que creyó en Jesús se separó de la sinagoga. ¿De dónde nació el hijo de Dios según la carne? De aquella sinagoga. Él abandonó a su padre y a su madre y se unió a su mujer para ser dos en una sola carne (Gn 2,24).
”No es invención nuestra; es el Apóstol quien lo atesta al decir: Se trata de un gran misterio, que yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32). En cierta manera abandonó a su padre; no lo abandonó totalmente, como para separarse de él, sino sólo para asumir la carne humana. ¿Cómo lo abandonó? Existiendo en la forma de Dios no consideró objeto de rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo (Flp 2,6). ¿Cómo abandonó también a su madre? Abandonando al pueblo judío, la sinagoga que se adhería a los ritos antiguos. Dentro del mismo simbolismo caen estas palabras: ¿Quién es mi madre, o mis hermanos? (Mt 12,48). Él enseñaba dentro, ellos estaban fuera. Mirad si no acontece lo mismo ahora con los judíos. Cristo enseña en la Iglesia, ellos están fuera. ¿Quién es la suegra? La madre del esposo. La madre del esposo, Jesucristo nuestro Señor, es la Sinagoga. En consecuencia, su esposa es la Iglesia, que procediendo de la gentilidad no aceptó la circuncisión carnal y se separó de su suegra. Cíñete tu espada. Al decir todo esto no hemos hecho otra cosa que hablar de la fuerza de esa espada” (com. al salmo 44).
Jesús, como profetizó Zacarías cuando nació su hijo Juan el Bautista, Tú has venido al mundo «para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lucas 1,78). ¿Cómo dices ahora que no has venido a traer paz sino división? Lo que pasa es que me hablas de dos paces distintas: la paz del alma, que se consigue a base de lucha personal contra los propios defectos, y la paz exterior, que es la tranquilidad producida por el consenso y la unidad. Ambas paces son buenas, pero lo importante es la paz interior, fruto de la santidad personal.
«No hemos de temer a adversarios exteriores. El enemigo vive dentro de nosotros: cada día nos hace una guerra intestina. Cuando le vencemos, todas las cosas del exterior que pueden sernos adversas pierden su fuerza, y todo se pacifica y allana» (Casiano). De hecho, sólo la paz interior contribuye eficazmente a la paz exterior. Jesús, quieres que me conforme a ti, para llevar tu paz a los demás, ser sembrador de paz y alegría, fruto de mi unión contigo. Sé que no ha de acomodarse el Evangelio a los tiempos, sino informarlos para que la fe ilumina nuestra vida y la historia.
2. Jeremías es odiado por los ministros del rey e incluso por el mismo pueblo por quien tanto trabajó durante cuarenta años para obtener su conversión. Es la división que causa la palabra profética en aquella sociedad, también en la nuestra. El profeta es echado a la cisterna, símbolo del abandono y de la muerte (Gn 37,22.28).
Nos hace pensar el salmista ese "ser contado con los que bajan a la fosa" que se hace realidad en la vida del profeta, que une su vida a su palabra, con una fuerza imprevisible y definitiva, en un momento de máxima dificultad para Jerusalén asediada, y para el pueblo (que maltrata al profeta).
Jeremías se enfrenta a un nacionalismo que quiere llevar a la guerra y a perder a una Jerusalén sometida a Babilonia. Es signo de quien es fiel a la palabra, en lugar de buscar tranquilidad y paz.
«Jeremías se hundió en el lodo». Podemos pensar en las innumerables atrocidades que se cometen en el mundo, a veces también en nombre de la religión. Los hombres piadosos piden a Dios en los salmos con bastante frecuencia que los libre del lodo en el que se encuentran hundidos (Sal 40,3; 69,15) y Job se compara a sí mismo con este lodo (10,9; 13,12 etc.). Pablo dice que ha sido relegado al último lugar y considerado como «la basura del mundo» (1 Co 4,9.13) (H. von Balthasar).
Es preciosa la oración del salmo, que hace realidad esa ayuda divina en medio de nuestras penas: “Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la chanca fangosa; afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos”. Toda esta oración está hecha vida en Jesús, que es llevado a la fosa del sepulcro, con su obediencia hace una oración que es resurrección, una nueva vida que es la nuestra: “Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos al verlo quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor. Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí; tú eres mi auxilio y mi liberación, Dios mío, no tardes”.
3. La carta a los hebreos nos invita a mirar a Jesús. Pero también los que han encarnado la fe, nos ayudan como modelos próximos a esa confianza y fidelidad, perseverar especialmente en las dificultades: “Una nube ingente de espectadores nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre”. Es una pelea «sin miedo a la ignominia», que Jesús ha tomado sobre sí, y nos invita a una fidelidad apoyados en la fuerza de la “gracia”, palabra que en oriente llaman “sinergia”, pues se trata de un actuar de Dios y nuestra libertad, un trabajo “de equipo”. “Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado”.
Llucià Pou Sabaté
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