Dr. Fabián Acosta Rico
Universidad del Valle de Atemajac
La salida de Inglaterra de la Unión Europa no es un fenómeno aislado ni un capricho electoral, sino una tendencia histórica. Los ejemplos sobraban. En los años noventa del siglo pasado inmediato, la Humanidad atestiguó la desarticulación de uno de los Imperios más poderosos y extensos de toda la Historia. La antigua y casi olvidada Unión Soviética desapareció el 25 de diciembre de 1991 con la renuncia de su último, llamémoslo Presidente, Mijaíl Gorbachov, dando paso a la CEI, Confederación de Estados Independientes, que aglutinó a 11 de las 15 Repúblicas soviéticas. Uno de los socios fundadores y el segundo en importancia económica y política, Ucrania, recientemente rompió con la CEI a raíz del Golpe de Estado asestado por fuerzas nacionalista anti-rusas, en contra del presidente Viktor Yanukóvich.
En este tenor, pero sin balas de por medio, Quebec, la Provincia más desencajada culturalmente de Canadá, de habla francesa y mayoritariamente católica, en 1995 realizó su segundo intento de independizarse mediante un Referéndum; pero los partidarios de Sí perdieron por 50 mil votos: 50.5% contra 49.5%.
Hace dos años, en 2014, el Parlamento de Escocia convocó a una votación popular para decidir acerca de continuar o no dentro del Reino Unido. Los separatistas perdieron el escrutinio; pero no el ímpetu secesionista. Por otro lado, y siguiendo este recuento, desde los tiempos del dictador Francisco Franco Bahamonde, los vascos del Partido Euskadi Ta Askatasuna han peleado por la liberad de su tierra con los instrumentos de la subversión: guerrilla y terrorismo. Compartiendo Península y Rey con los vascos, el Gobierno autonómico de Cataluña, con su Presidente Artur Mas i Gavarró al frente, desafió las Leyes de España y promovió una consulta popular pro-independentista que no prosperó en su objetivo separatista, pero que posicionó internacionalmente el tema de las autonomías y del resquebrajamiento de los Estados multinacionales y pluriculturales.
A disgusto con el acomodo
En todos los ejemplos citados hay un común denominador: el fortalecimiento de un nacionalismo tribal, autonómico y cultural. La tan anunciada globalización no es tan hegemónica ni posee una unísona aceptación mundial. Desde siempre han existido regiones del orbe que han resistido o puesto trabas a la unificación planetaria, de cuño neo-liberal. Por su rebeldía o reticencia a integrarse en un mercado mundial y a adoptar una cultura masificadora, pueblos y Estados han pagado cara su osadía con bloqueos económicos y, en casos extremos, con invasiones y bombardeos.
Lo ocurrido en Inglaterra con el famoso Brexit no es, como muchos analistas lo han querido etiquetar, un arranque de nacionalismo desinformado. Los defensores de la democracia de tinte liberal, pasaron del asombro al desconcierto al atestiguar cómo los británicos, los cultos y progresistas súbditos de la Reina Isabel, votaban por separarse de la Unión Europea, dando así un paso atrás respecto a la gradual y regionalizada globalización.
Claro, ¡viva la democracia!, sí. Pero sólo si me dé la razón; cuando no, entonces, de súbito se cae la mascarada retórica del liberalismo. Y, despejando de su discurso conceptos de mero oropel demagógico: voluntad popular, soberanía popular… las esclarecidas mentes defensoras del capitalismo depredador reasumen su inveterado desprecio por los pobres: “pueblo ignorante, bruto, retrógrada…”
¿Más vaivenes?
El marasmo económico griego y la barruntada crisis financiera italiana pudieron persuadir a los votantes ingleses de sufragar a favor de la separación. Ésa fue su decisión, y países como Suecia ya consideran seguir idéntica senda a la británica. Es más, de llegar al Poder la nueva derecha francesa, de corte nacionalista y populista, de María Le Pen, no nos extrañe que un Gobierno galo, encabezado por el Frente Nacional, renuncie a la tutela de Bruselas.
En los grandes escenarios geopolíticos, como fue el caso de la Ex Unión Europea o en otros teatros más regionales, como España, hay una tendencia, irónicamente global y centrífuga, que prospera hacia la separación y el reclamo popular por conservar la identidad, defender la raíz, la tradición, la lengua, la Fe, y que le apuesta a un sentido de unidad y solidaridad, de matices lugareños y coterráneos.
Si bien el orgullo nacionalista puede alentar en su radicalización actitudes etnocéntricas y xenofóbicas, por otro lado la defensa de la dignidad y del rostro, emprendida por los pueblos y culturas ancestrales (incluidas las cristianas) desafía la lógica de una economía de mercado empecinada en favorecer los intereses globales de las grandes corporaciones, en detrimento y perjuicio de una Humanidad y de un mundo cada vez más marginados y explotados.
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