Meditación Domingo Ramos (C)

(Cfr. www.almudi.org)


 
 
LA PROCESIÓN

Queremos acompañar a Jesús en estos días de Semana Santa, agradecer su amor por nosotros y unirnos a ese burrito para atrevernos a ser portadores de Dios.
 
En aquel tiempo, Jesús iba hacia Jerusalén, marchando a la cabeza. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos diciéndoles: -Id a la aldea de enfrente: al entrar encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: «¿Por qué lo desatáis?», contestadle: «El Señor lo necesita.» Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron: -¿Por qué desatáis el borrico?
Ellos contestaron: -El Señor lo necesita.
Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos, y le ayudaron a montar. Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto, diciendo:
-¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto.
Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: -Maestro, reprende a tus discípulos.
Él replicó: -Os digo, que si éstos callan, gritarán las piedras” (Lucas 19,28-40).

Hoy es una celebración especial, una procesión de entrada ahora, y en la misa la proclamación de la Pasión. La procesión con sus cantos es ya la entrada de la misa. El sacerdote representa a Cristo que entra en Jerusalén, dispuesto a dar cumplimiento pleno a su misión, como el Siervo que se entrega. Después de la preparación de la cuaresma, acompañamos con ramos de victoria y de paz al que camina hacia la muerte: “¡Es el Señor! ¡Hosanna!”
Aceptación y rechazo, luz y sombra, vida y muerte unen esta liturgia con la misa. San Andrés de Creta dice en el oficio de hoy: "...Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para postrarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.
…Y si antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria".
Los ramos bendecidos que se llevan a las casas nos recuerdan la procesión el resto del año. San Agustín comenta que aquel asno que lleva a Jesús somos nosotros: “No te avergüences de ser jumento para el Señor. Llevarás a Cristo, no errarás la marcha por el camino: sobre ti va sentado el Camino. ¿Os acordáis de aquel asno presentado al Señor? Nadie sienta vergüenza: aquel asno somos nosotros. Vaya sentado sobre nosotros el Señor y llámenos para llevarle a donde él quiera. Somos su jumento y vamos a Jerusalén. Siendo él quien va sentado, no nos sentimos oprimidos, sino elevados. Teniéndole a él por guía, no erramos: vamos a él por él; no perecemos” (Sermón 189,4).
Algunos se imaginan que aclaman a un reino temporal como por ejemplo por una guerra santa acabar con el sometimiento de Israel a los romanos y hacer de ella una nación poderosa, pero en realidad Jesús es un Rey interior de paz y de reconciliación. Los guerreros montan a caballo. La mula servía allí de montura a reyes y nobles. El asno era cabalgadura de pobres y gentes de paz. Asno "que nadie ha montado todavía" nos recuerda que todo cuanto  se utilice en el servicio de Dios no ha debido usarse antes… Llama también la atención el que Jesús se designe a sí mismo como "el Señor", y que  pretenda disponer libremente del asno de un aldeano desconocido. Basta decir: "El Señor  lo necesita".
Las aclamaciones son mesiánicas. "¡Bendito  el que viene en el nombre del Señor!" (salmo 118,25-26). La exclamación "Viva el Hijo de David" nos indica la realeza que esperan de  Jesús: que restaure la monarquía davídica. De ahí la frase de Marcos: "Bendito el reino que  llega, el de nuestro padre David".
La respuesta de Jesús a los fariseos intrigantes les debió desconcertar. Si callaran gritarían las piedras. ¿Se repite la historia? 
Jesús estará en la Ciudad durante el día. Las noches las pasará en  Betania. La única noche que quedará en Jerusalén será la de la pasión. Allá consumará su misión, que nos muestra que lo más importante de la vida es ponerla al servicio de la verdad, el amor, la esperanza. Si nos hemos  esforzado por cambiar actitudes y afinar nuestros sentimientos durante las semanas de  cuaresma es sencillamente para identificarnos mejor con este Jesús que hoy entra  triunfante en Jerusalén, y comprender que la alegría y la felicidad forman parte de nuestro  ser cristiano.
Benedicto XVI recuerda un relato: Un rey quiso saber cómo es Dios y pidió a los sabios y a los sacerdotes de su reino que se lo mostraran. Sólo un pobre pastor le dijo que aunque no podía mostrarle a Dios, sí se ofreció a mostrarle lo que hacía Dios; y le propuso intercambiar los vestidos. Se cambiaron las ropas, el rey con ropa campestre, y el pastor de rey, y le dijo: «Esto es lo que hace Dios», fue la respuesta del pastor. «En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su esplendor divino: Se despojó de su rango y tomo la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte. Como dicen los santos Padres, Dios realizó el sacrum commercium, el sagrado intercambio: asumió lo que era nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a Dios.
Gran maravilla ha de producir en el alma del cristiano esta participación en el diálogo con el mismo Dios, que no es un Ser lejano. Su infinitud no le impide su próxima y generosa cercanía al alma; una amistad con la que, como afirmaba San Agustín, no le transformaremos en nuestro pobre yo, sino que nos identificará con Él.
Aquel grito santo —consummatum est (Jn 19,30)— que nos abrió las puertas del Cielo, se hace presente en cada Santa Misa, con tal eficacia que la última palabra en la vida del cristiano no la dice ni la muerte física, ni la muerte espiritual del pecado, sino la misericordia de Dios. En el Calvario, las tres Personas divinas actuaron en su perfecta unión de amor para el bien de toda la humanidad. Y en cada celebración de la Eucaristía —actualización plena del Sacrificio de la Cruz en el espacio y en el tiempo— se da —para nuestro beneficio— esa misma intervención de la Santísima Trinidad.
Un intercambio admirable. Este admirable intercambio comenzó, para cada cristiano, en el Bautismo, donde —como explica San Pablo— todos los bautizados nos hemos revestido de Cristo. «El nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en una comunión existencial con El, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. Ya no soy yo quien vivo, sino que es Crísto quien vive en mí: así describe San Pablo en la carta a los Gálatas el acontecimiento de su Bautismo».
Esta configuración con Cristo, iniciada en el Bautismo, se hace más y más perfecta mediante la recepción de los demás sacramentos, especialmente la Eucaristía, que exige, para su participación completa, la ausencia de pecado grave en el alma. Al unirnos a su sacrificio pascual, que se actualiza en el altar, y al recibir la Comunión, ese parecido con Jesús se torna más intenso y nos permite llamar cada día con mayor verdad «Padre nuestro» a Dios Padre.
Insiste Benedicto XVI, al explicar estos misterios, que «Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo que expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del Bautismo —el don del nuevo ser—, San Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un compromiso permanente: Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo (…), y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada uno con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis (Ef 4,22-26)»” (Javier Echevarría).
Llucià Pou Sabaté

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