Para que, creyendo, tengan Vida

Juan López Vergara

El domingo anterior celebramos la Resurrección del Señor, meditando un texto que nos recordó que Jesús se distinguió por haber pasado por el mundo “haciendo el Bien” (Hch 10, 38). Nuestra Madre Iglesia, ahora, ofrece un relato del Resucitado, demostrativo de la profunda transformación que enfrentaron los discípulos ante el evento de la Resurrección (Jn 20, 19-31).

La paz es el don
por antonomasia

Los discípulos estaban atemorizados y, de pronto, Jesús, el Señor de la Vida, se presentó y les participó su don: “La paz sea con ustedes” (v. 19). El Evangelista no quiere dejar alguna duda acerca de la identidad del Resucitado, por lo cual nos dice que Jesús mostró las manos y el costado, para que sus heridas se convirtieran en sus señas de identidad (véase v. 20a). Cuando los discípulos reconocieron a Jesús como el Señor, pasaron del miedo a la alegría, que es el sentimiento básico de la realidad pascual (véase v. 20b).
¡La paz es el don por antonomasia del Resucitado!.

Convocados a ofrecer la paz
San Juan tiene especial cuidado en transmitir que Jesús de nuevo les manifestó: “ ‘La paz sea con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo’. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, y a los que no se los perdonen, les quedaran sin perdonar’ ” (vv. 21-23).
Este saludo envuelve un vitalizador programa, porque, para los judíos, la paz no implica sólo ausencia de problemas, sino plenitud de vida. La Paz del Señor, que capacita a los discípulos para cumplir su Misión, nace de lo más recóndito del Misterio Trinitario. Nuestra Misión tiene como fin, en consecuencia, transmitir al mundo entero esa Paz ofrecida por Jesús.

¡Señor mío, y Dios mío!
A un miembro de la comunidad que estaba ausente cuando Jesús los visitó, el testimonio de sus hermanos no le convenció (véanse vv. 24-25). Ocho días después, el Señor se presentó de nuevo (véase v. 26), y la experiencia de su presencia provocó que el dubitativo Tomás, en las heridas de Jesús, descubriera su divinidad y emitiera la más contundente Confesión de Fe contenida en los Evangelios: “¡Señor mío, y Dios mío!” (v. 28).
El Resucitado contestó con una bienaventuranza que constituye la cumbre del relato: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto” (v. 29).
Esta bienaventuranza se explícita con la primera conclusión del Cuarto Evangelio, donde su autor expone su objetivo, el cual consistió en valerse de su pluma para dar testimonio de Jesús, el Señor de la Vida, y motivar, así, la fe en los destinatarios de su obra, que incluye a todas las generaciones que recibirán el mensaje pascual de la predicación cristiana: “Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre” (vv. 30-31).

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