Cuando hace años, joven sacerdote, me venía a la mente si era posible reorganizar las fichas (Sagrada Escritura, dogmas, Tradición, Magisterio, etc) de otra manera, para obtener un cristianismo más comprensivo, más moderno, menos estricto, siempre que llegaba a un resultado que vaciaba de contenido el monacato, sabía que ese sistema teológico era incorrecto.
Era sencillamente imposible que cientos de miles de personas que lo habían dado todo, que se habían inmolado por amor a Dios, a lo largo de dos mil años de Historia de la Iglesia, estuviesen equivocadas y que su holocausto no sirviese para nada. Era imposible que personas llenas de la mayor intensidad de amor posible a Dios y al prójimo hubiesen hecho el tonto. El protestantismo, por ejemplo, vacía de todo sentido el monacato. Me bastaba esa razón para saber que el protestantismo no era el cristianismo verdadero. Por supuesto que, además, había otras razones. Pero ésta siempre me pareció muy poderosa.
Con el pasar de los años, ya más cerca de mi mediana edad, se sumó otra razón: María Valtorta. No pocos cristianos me proponían seguir a un Cristo que no se preocupaba de las pequeñas cosas, de lo que ellos consideran pequeños fariseismos. Frente a esa imagen de un Jesús condescendiente, me venía siempre a la mente el Jesús de María Valtorta. Y ese Jesús de El Poema del Hombre-Dios sí que me convencía. Por alguna razón, mi alma estaba segura de que ése era el Jesús verdadero, el que caminó y enseñó hace dos mil años.
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