IGLESIA Y SOCIEDAD | Por Raúl LUGO RODRÍGUEZ |
La discusión sobre lo natural y lo antinatural está de moda otra vez. Los límites y la pertinencia del llamado iusnaturalismo también. Todo debido al anuncio emitido desde Los Pinos de la promoción de una reforma constitucional que reformularía el concepto de matrimonio civil para hacerlo accesible a todas las personas, independientemente de su orientación sexual.
Comprendo que, siendo un asunto tan delicado y que toca fibras tan íntimas, las pasiones se desborden cuando el tema del matrimonio y la familia se discute. Tenemos, sin embargo, que serenarnos y tomar en consideración la palabra de quienes piensan distinto de nosotros, o de lo contrario la discusión se convierte en un diálogo de sordos o en una diatriba en la que prevalece el insulto y la descalificación por sobre los argumentos.
Es hora de decirlo con claridad: existe en la iglesia católica una gran cantidad de personas que no concuerdan en que el reconocimiento del derecho de las personas no heterosexuales a casarse y formar una familia sea un ataque a la familia tradicional. Mucho menos están de acuerdo con calificar la lucha de las personas con orientaciones y prácticas no heteronormativas como un asunto demoniaco, tal como insinúa una desafortunada oración que circula en las redes sociales (con todo y su vade retro). Hay dentro de nuestras iglesias un gran debate que está lejos de resolverse y que permite, al menos por el momento, que dentro de la misma estructura eclesial haya gente en acuerdo o en desacuerdo con que cualquier ciudadano/a pueda ver reconocida su unión de vida, independientemente de su orientación sexual, y que esto no sea motivo de exclusiones mutuas o de excomuniones. La norma fundamental de la fe católica está contenida en el Símbolo de los Apóstoles. Y entre quienes recitan el credo con convicción cada domingo, hay personas que están de acuerdo en que el Estado reconozca y proteja a todos los tipos de familia. Y eso no los hace menos católicos.
Y es que la discusión tiene muchos más matices que las posiciones en blanco y negro. Hay personas que, a pesar de estar de acuerdo en que el Estado reconozca a las parejas conformadas por personas del mismo sexo, no terminan de convencerse de que sean llamadas matrimonios. Hay otras, en cambio, para quienes la disputa por la palabra es claramente un pretexto para proclamar que las personas homosexuales no merecen el mismo trato ante la ley, porque son un sub-producto social, un error en el diseño original de la especie.
Hay quienes no terminan de ver por qué tanta molestia de algunos creyentes, dado que la discusión no se refiere al matrimonio religioso, un sacramento dentro de la iglesia católica, sino a una cuestión de carácter civil y un asunto, no deberíamos olvidarlo, de derechos humanos. La iglesia tiene todo el derecho de reservar el sacramento del matrimonio solamente a parejas heterosexuales con plena disposición a procrear. Sería una intromisión intolerable de parte del Estado que quisiera meterse a revisar las definiciones o normas de una institución religiosa. Lo hizo en otro tiempo, cuando eran autoridades civiles (reyes y príncipes) quienes influían en el nombramiento de papas y arzobispos, y le costó mucho trabajo a la iglesia garantizar su independencia en este campo. Pero también es cierto que, por lo mismo, en una sociedad secular y plural como la que vivimos, la iglesia no puede pretender que sus concepciones sean norma para todos los individuos que conforman el Estado.
Por otro lado, esa es quizá la ventaja mayor del Estado laico y de la autonomía de los dos órdenes, el religioso y el civil, autonomía tan valorada por el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes, aunque ahora se olvide tanto. Tal como, en palabras más coloquiales, lo expresara un antiguo arzobispo de Yucatán: “no queremos ni una iglesia política, ni un estado sacristán”. La definición o re-definición del matrimonio en el ámbito civil no tiene por qué obligar a la iglesia a modificar nada en su disciplina eclesiástica. Cualquier variación, como las ha habido en otros ámbitos a lo largo de la historia, deberá ser fruto del discernimiento de los fieles y sus jerarquías. El Estado, en cambio, tiene que cumplir con la obligación de proteger y defender los derechos de todos los tipos de familias existentes, aunque al hacerlo no se amolde a la definición de una determinada visión religiosa. Eso significa vivir en un Estado laico.
Enrique Peña Nieto, en mi opinión, cumple a cabalidad la tarea que el nuevo orden mundial le ha dejado a los gobernantes: ser los sirvientes del gran capital, manejar más o menos eficientemente el negocio de la acumulación y controlar los brotes de inconformidad que puedan surgir ante un sistema que produce desigualdades atroces y causa grandes sufrimientos. Bajo el discurso del crecimiento, del desarrollo y la atracción de inversiones, toca a los políticos subastar el país y sus riquezas al mejor postor. El amor por la Patria se termina cuando llega la hora de firmar los acuerdos comerciales. Y es esta política económica criminal, mantenida a toda costa como la receta única que lleva al “desarrollo”, la que ha favorecido el crecimiento de la violencia delincuencial y, como bien lo ha demostrado el caso Ayotzinapa y los 43 desaparecidos, ha convertido al Estado en cómplice de los delincuentes.
Que Peña Nieto se encarame ahora sobre una demanda largamente sostenida por algunos grupos sociales y quiera aparecer como un presidente progresista porque apoya el reconocimiento de todo tipo de familias, es deleznable y merece todo mi repudio. A todos nos queda claro el oportunismo presidencial. Pero ese hecho no debe desviarnos de la otra discusión fundamental que estamos dando como sociedad.
En la iglesia, algunos han tomado la indignación contra Peña Nieto como arma dirigida, no contra el presidente, sino contra las personas homosexuales, que es a quienes directamente beneficiaría la reforma de ley. Hay muchas cosas en el país más urgentes e importantes, claman, que dar vía libre a una reforma constitucional sobre el matrimonio. Debería mejor Peña Nieto dedicarse a encontrar a los 43, o a mejorar las condiciones económicas de la gran masa de pobres, o acabar con la corrupción. Algunos lo dicen, estoy seguro, de buena voluntad, aunque nunca antes hubieran manifestado públicamente esta reciente indignación por la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.
De todas maneras, cuando esta reflexión se escucha proviniendo de jerarcas católicos, es normal que levante sospechas y que mucha gente vea en ella sólo una estrategia para jalar agua a su molino. Para la mayoría de tales jerarcas el recurso a la ineficacia de Peña Nieto es solo verbal: aunque el combate a la corrupción fuera real, aunque se aclarara el paradero de los 43 y Peña Nieto fuera un gobernante ejemplar, de todas maneras seguirían pensando que no es tiempo para esta reforma. En realidad, nunca lo será, porque contraviene el modelo heterosexista de sociedad que defienden. Bueno, en honor a la verdad, hay que decir que no son todos los jerarcas: a la ya conocida audacia evangélica de don Raúl Vera, se ha sumado recientemente la mesura del arzobispo de Monterrey, que deja bien en claro en su discurso que una cosa es el matrimonio civil y otra el religioso, y que los católicos tenemos que acostumbrarnos a convivir civilizadamente con diferentes formas de ver la vida y de vivirla.
Eso nos lleva a que la discusión actual sobre el matrimonio está asentada sobre otro diferendo aún más de fondo que todavía tenemos que plantearnos en la iglesia: el estatus de las personas homosexuales. Por ello comencé diciendo que iba a plantear algunas reflexiones sobre lo natural y lo antinatural, pero eso tendrá que quedar para una futura columna. La introducción al tema me ha quedado ya bastante larga. Así que aquí le paro… por el momento.
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